Nunca me Olvides (Off Topic)
-Tiano!!!!!- un ojo le pide permiso al otro para abrirse. -Tiano!!!!!- la almohada sobre la cabeza para no volver a escuchar esa voz. TIANITO, EL DESAYUNO!!!! - cómo no me voy a levantar si esa pobre vieja desde el patio de la casa le grita a un flaco, flojo y despreocupado chibolo que solo quiere seguir metido en la cama de aquel cuarto frío y alejado como genial cubil, testigo de una adolescencia sosegada, de despertar tardío que hasta ahora no termina.
Un domingo como muchos, en los que ese llamado daba inicio al verdadero fin de semana. Fin de semana familiar, donde mi casa era el punto de encuentro. La matriarca vivía conmigo y era suficiente motivo para tener a los casi 15 integrantes de los Alfaro Peñafiel. Era genial. Esperar a los primos, a los tíos y, a veces, a los enamorados de los primos. La mesa familiar nunca era suficiente: la mesa de los grandes, la más deseada por todos nosotros, era el equivalente a tener el DNI; y la mesa de los chicos, la nuestra, aquella en la que debíamos caber como sea gracias a los enamorados intrusos, en medio del patio, alejados de los viejos aburridos que solo escuchaban al patriarca renegar de Fujimori y disfrutaban de aquella mujer que los seguía atendiendo con la misma dedicación y abnegación de cuando niños. Al menos un domingo de cada mes, se repetía la misma historia. Grandes domingos.
"La chimenea de Casapalca tira humo sin carbón, así son las limeñitas, tiran prosa sin calzón, tiran prosa sin calzón..." Tenía 8 años, y ver sentada a aquella mujer a un lado del patio, enseñándome a tejer mientras cantaba la primera canción con palabras subidas de tono (calzón, por Dios!!!), es una imagen que nunca podré borrar. Cogí un lapicero y un papel y le pedí que la volviera a cantar, la escribí y me la aprendí. Nunca más volví a escuchar aquella canción, solo de los labios de aquella mujer, aun fuerte, de mirada calma y risa iluminada.
Las tardes en mi casa eran tranquilas: sin tele, ni internet, ni cable, ni celulares, ni PlayStation. Aquellas tardes me enseñaron sobre el valor del hogar, la santidad de la casa y la importancia de la familia.
Mi abuelita no fue una vieja como las de ahora que se preocupan por hacer de su rostro una obra impresionista, ni de tacones altos ni del perfume mezclado con naftalina y jabón de pepa. Mi abuelita era una mujer simple, sin maquillaje y sin adornos, sin posturas ni momentos de histeria. Era una santa. Soy lo que soy, por ella (no la odien, tampoco todo el crédito es de ella, el valor agregado es mío) y espero estar haciendo bien todo lo que me enseñó. Bueno, tejer ya quedó de lado; pero: las mujercitas van al lado de la pared en la calle, evita los conflictos, a las mujercitas ni con el pétalo de una rosa, igual es tu sangre..., sácate los dedos de la boca, no grites, no pelees, la violencia genera más violencia, el ocioso trabaja doble; son cosas que sí se me han quedado.
Recuerdo a mi abuelita -cuando ya no era tan niño- sentada en el comedor leyendo un libro rojo. Ese libro rojo era una Biblia, y no la leía por devoción, sino porque le encantaba tanto leer, que cuando ya no encontraba cómo saciar su hambre de lectura, no le quedaba otra que "entretenerse" con la Biblia. Le resultaba tan entretenida que siempre se quedaba en la página 157. Sin pensarlo, sin buscarlo y sin exigir, aquellos momentos me hicieron descubrir lo maravilloso de la lectura. Qué era lo que ella encontraba tan atractivo? Solo lo pude averiguar cuando empecé a leer.
Antes del internet había un lugar llamado Biblioteca (¿existen todavía?) y ella me llevó por primera vez a una: la Biblioteca Municipal de El Porvenir, en La Victoria. Uno de mis primeros trámites documentarios fue presentar mi recibo de luz y la Libreta Electoral de mi abuelita para poder sacar mi carnet de biblioteca y empezar a descubrir historias, libros pesados, tan llenos de polvo como de sabíduría. Gracias vieja, por ti conocí a Robinson Crusoe y Viernes, por ti conocí los rostros de los presidentes del Perú, por ti conocí lo que era una ficha y aprendí a buscar libros por autor, título y género.
Los años pasaron y ya no era tan chico, llegaron las enamoradas y no había mujer más orgullosa que mi abuelita cada vez que le contaba de alguna nueva. Pero eso fue al principio, supo ser cómplice pero también gran crítica cuando debió serlo y nunca se equivocó. Aún recuerdo aquel jalón de orejas que produjo una risa ahogada en mí pues fue la primera y única vez que ella me tocó. Tengo que reconocer que fue el jalón de orejas más dulce que pude haber recibido en mi vida. Todo porque me demoré al llegar del cole por estar peleando con una enamorada. No existían los celulares y si te demorabas, te demorabas y nadie nunca sabía el porqué hasta que llegaras y dieras las explicaciones con la lista de excusas para cada ocasión.
Faltando meses para que todo acabara, aquella cabeza blanca iba perdiendo las fuerzas. Ya no cocinaba como antes, ya no leía mucho, ya no tejía. Solo llegaba la tarde y dormía sentada en la mecedora que aun acompaña a mi madre. Ya no habían más huaynos, ya no habían más risas, ya no estaba yo en esa casa. Es imposible retroceder el tiempo e intentar hacer lo que no se pudo en su momento, pero por Dios... cuánto desearía que eso fuera posible.
Me casé, dejé la casa y dejé a esa mujer que entregó casi 20 años de su vida a criar a este pobre infeliz que intentó demasiado tarde agradecerle todo lo que ella hizo por mí. Una de las últimas imágenes que tengo de ella fue cuando la llevaron a una clínica cercana a mi oficina para un control. Fui a verla y la encontré sentada en la fría silla de aquel frío pabellón, con la mirada inquieta esperando lo inevitable. Intuitivamente volteó hacia donde estaba yo, y era increíble ver aquel rostro de emoción y aquellos piececitos golpeando el piso cual niña en plena pataleta. La abracé y no me soltó más. A la semana siguiente, mi madre me llama para decirme que la vieja quería hablar conmigo. Me escapé del trabajo para verla un rato y encontré la casa tan llena como antes, como aquellos grandes domingos. A su manera aquella gran mujer, volvió a juntar a todos, quería despedirse. Fuimos pasando uno a uno. No quería llegar a su cama, no quería escucharla, no quería verla, tal vez si no lograba despedirse de todos no se iba, pensé; pero tenía que hacerlo. Ya no abre los ojos y tendrás que acercarte para que la escuches, me dijeron. Pudo recordar quién era yo y pudo recordar a mi hija. Preguntó por ella y yo solo pude contemplarla y tocar sus manos. No tenía palabras. Después de 10 segundos eternos me dijo: Nunca me olvides, y se durmió. Al día siguiente, el llanto de mi hermana en el teléfono fue suficiente para entender lo que pasaba.
Aquella mujer tiene un valor en mi vida tan o más grande como el de las mujeres que ahora forman parte de ella. Por eso quise postear esto como un humilde e insuficiente homenaje una semana después del que hubiera sido su cumpleaños número 88, pues hablar de ella siempre me resulta gratificante y terapéutico para tratar de vencer a mis demonios internos sintiendo la presencia sacro-santa de aquella mujer, aquella madre, aquella abuela que nunca me dejó y que me pidió que nunca olvide.
Bonito post. Las abuelas y nietos ya no seran los mismos. Elenita con poco hacia muchisimo y nosotros nos contentabamos con tan poco... un camote al horno que nunca he vuelto a probar. Una mirada que evitaba devolver los 10 soles bajo la mano y cientos de calzoncillos (las mujeres ya no compran calzoncillos, no?) acumulados en cad regalo de cumpleanos. Ahora, abuelita, ya que no estas, tengo que comprar los mios.
ResponderEliminarEs increíble lo que ella ha podido hacer en cada uno de nosotros, y no nos damos cuenta hasta que nos detenemos a pensar en ello. Cada uno tiene sus propios recuerdos. Y eso es lo que hace más grande a la vieja. Siempre fue tan humilde y tan poco exigente que lo único que deseó fue ser siempre recordada. Creo que estamos cumpliendo su deseo
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